El sol brillaba con fuerza mientras Luis se entretenía vareando olivos. El joven alcalaíno golpeó las ramas de uno de los árboles con desgana y recogió las uvas que se habían caído al suelo. Se acarició la frente perlada de sudor mezclada con suciedad, se sentó bajo la sombra del árbol para descansar un poco antes de continuar. Parecía muy a gusto, tanto que, poco a poco, fue cerrando los ojos y se quedó profundamente dormido.
El ambiente había enrarecido, nubes oscuras se abalanzaron sobre todo el campo, apagando aquella claridad primaveral. El muchacho se despertó al notar un repentino aire frío que empezaba a helarle la punta de la nariz y de las orejas. Se frotó enérgicamente los brazos en busca de calidez, sin embargo solo le sirvió para descubrir que las yemas de los dedos ya no eran capaces de percibir el tacto. No comprendía como de un día tan caluroso había pasado a un día típico de enero. Echó un vistazo a su alrededor, todo cuanto veía había cambiado a una tonalidad morada.
Se levantó y dispuesto a coger el cesto en el cual había guardado las uvas que había recogido, se quedó petrificado al oír un ruido extraño. Lo cierto es que Luis lo único en lo que estaba pensando era guardar lo recogido y entrar cálida casa, no obstante, otra idea le invadió, alguien podría haberse colado en sus terrenos para robar, aprovechando la ausencia de su padre y sabiendo que él haría más bien poco.
A simple vista parecía el campo tranquilo, prestó un momento de atención por si oía algún otro ruido. No oyó nada más, sin embargo no se quedó tranquilo. Llevó el recipiente de uvas junto con las demás y decidió darse una vuelta por el terreno, a fin de buscar algún indicio de que alguien o algún animal hubiesen entrado.