Los pueblos amerindios han callado lo que ya hace siglos
hubo pasado, ocultando la siguiente
historia, que para ellos se convirtió en
tabú.
Hace mucho tiempo, al sur de lo que hoy en día se conoce
como Quebec, vivían los algonquinos, una tribu de indígenas compuesta en su
totalidad de orgullosos y diestros cazadores. Allá por los meses de inviernos
los cazadores más destacados se adentraban en el gélido bosque en busca de un
buen ejemplar de wapití macho (la especie de ciervo de mayor tamaño, autóctono
de Canadá) para realizar un sacrificio en honor a sus dioses.
En el período de la caza, arremetió contra los hombres una
terrible ventisca que hizo que dos de ellos se separasen del grupo y se
perdiesen en las profundidades del boscoso terreno. Dos, tres e incluso cuatro
días pasaron los dos desventurados compañeros caminando casi sin fuerzas, ni
comida, hambrientos, ni tan siquiera una gota de agua con la que saciar sus
resecas gargantas. En la caminata sin rumbo el más joven se desplomó, desmayado,
en el suelo. Su compañero lo agarró de una de sus extremidades y lo arrastró,
como pudo, hasta el interior de una oscura cueva. En la cual encendió un fuego
y acercó al desfallecido guerrero a calentarse, pero ya era tarde, el joven no
respiraba, ya no notaba el subir y bajar de su pecho. Sabía que el destino le
deparaba la misma suerte. Le aterraba la muerte. Aquella idea lo
enloqueció. Cogió su cuchillo de caza y abrió el pecho del cadáver por la
mitad, comió de su corazón, ya no tuvo más hambre; bebió de su sangre, ya no
tuvo más sed.
Del interior de la cueva emergió un gran animal con cuernos
en forma de la copa de un árbol seco, con un pelaje de color castaño, era su
presa, era el wapití. Se acercó al
animal, el cazador tenía unos ojos que hipnotizaba al ciervo. Ya no necesitaba
armas para acabar con su vida, puesto que tenía la fuerza de dos hombre; ya no
temía a la muerte, puesto que lo que
habitaba en su corazón ya no era humano, era salvaje, su locura lo había
convertido en un depredador (el gran cazador de la naturaleza).
Se puso del wapití su cráneo como corona y su pelaje como
manto; y, según las leyendas de los algonquinos, los dioses lo castigaron por
su acto de canibalismo. Sus manos se convirtieron en afiladas garras, sus
piernas en ágiles patas, sus oídos en puntiagudas orejas capaces de distinguir
un susurro a poco menos de un kilómetro de distancia y sus dientes en colmillos
con los que despedaza la carne humana y fue condenado a comer solamente carne
humana y a beber sangre de los que antes eran sus iguales.
Ahora su presa son los excursionistas que se atreven a
entrar en su bosque. Les hace sentir el
miedo tras sus espaldas, susurrando sus nombres con una voz gutural, para que huyan hacia la parte más profunda y oscura
del bosque para, allí, hacerse con sus poderosos corazones y su saciante sangre.