Ding, ding, ding… resuenan las últimas campanadas, el reloj
marca las doce. Un manto negro, a la vez que rasgado por las nubes de
tonalidades más claras, cubre aquel pueblecito de montaña, normalmente callado
y oscuro, pero en esta ocasión se reflejaba en la nieve un arcoíris con un
sinfín de colores. Aunque faltan dieciocho días para la celebración de Noche
Buena, ya se respiraba un ambiente navideño; ya relucen los farolillos y
centellean las luces, las gentes tararan por las calles aquellos villancicos
que les hace dibujar una sonrisa en el rostro, algún que otro abeto ya ha
recorrido su camino desde el bosque hasta su nuevo hogar.
Los habitantes se ilusionan por las fiestas que se acercan,
por las cenas en familia y la visita de Santa Claus, aquel hombre tan bondadoso
vestido con un abrigo de colores verdes, blancos y de bordes dorados que trae
regalos a los niños buenos. Sin embargo, no es el único visitante de la
navidad, esta noche, la del día cinco de diciembre, viene un caminante poco común
por estos lares, su nombre es Krampus. Él no tiene un simpático gorro, lleva en
su cabeza unos cuernos retorcidos hacia atrás; no lleva abrigo, su negro pelaje
le cubre el cuerpo; no calza botas, pues sus pezuñas no se lo permiten; su
barba no es larga ni blanca, es negra como carbón y recortada en forma de pico.
Se desliza como una sombra de casa en casa, habitación por
habitación, portando un enorme saco a su espalda ¿Qué trae en él? ¿Regalos? No
trae regalos, es más, no trae nada en su saco. Pero sí se lleva de las casas
que visita algo en él. ¿Qué se lleva? En él se lleva a los niños que han sido malos, para darles un nuevo cobijo.
En el infierno.
Así que si has sido malo este año, este cinco de diciembre, cierra puertas y
ventanas, y reza para que no te encuentre.
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